El miedo al fracaso
Para cualquier varón normal educado en este planeta, la competencia forma parte de su itinerario cotidiano.
El valor de dominar es un principio rector que ha acompañado al sexo masculino durante toda la evolución. La sentencia es indiscutible: cuanto más poderoso sea un macho más privilegios tendrá para la supervivencia personal. El dominio sobre los demás miembros garantiza entre otras prerrogativas, la alimentación, el respeto y un harén considerable de hembras.
Querer ser un triunfador a toda costa y por encima del que sea, adquiere en el hombre características verdaderamente obsesivas. Necesitan ser exitosos, como la mujer necesita ser bella para poder competir. Un hombre “mantenido” es mucho más horrible que una mujer muy fea. Un varón poco ambicioso y sin “espíritu de progreso”, es definitivamente insulso.
Cuando por falta de ambición en el varón, la mujer se ve obligada a asumir el liderato económico y familiar, las consecuencias afectivas para la pareja pueden ser mortales. Una estocada directa al corazón. La autoestima del varón entra a tambalear y la admiración, uno de los principales motores donde se fundamente el amor femenino, deja de funcionar; cuando esto ocurre, el desplome sólo es cuestión de tiempo.
Si se consideran los beneficios y las recompensas potenciales que produce el prestigio, no es de extrañar que la apetencia por alcanzar y sostener el estatus propio y familiar se convierta en codicia y adicción al trabajo. Hay hombres que no saben manejar ni disfrutar el tiempo libre: o se aburren o se sienten culpables.
Mitos responsables del aprendizaje social del varón y que explica lo anterior
“Vales por lo que tienes”
Su manifestación está presentada por los típicos signos de estatus y éxito social, tales como un buen puesto, ropa de marca, tarjeta dorada, carro deportivo, vivienda lujosa, mayordomos y otros adminículos.
La relación entre poder y poligamia está documentada en casi todos los grupos indígenas de América. Cuanto más estatus tenga el sujeto, no importa de qué tipo (brujo, mágico o económico), a más mujeres puede aspirar.
Sentirse objeto sexual es tan incómodo como sentirse objeto económico: pero si unas buenas piernas no dicen demasiado de la vida interior femenina, una abultada cuenta en Suiza dice mucho del varón que la posee. Mientras la mujer se deprime más por desamor, los hombres se desmoronan por las quiebras y las pérdidas económicas.
La emancipación de la mujer y su injerencia en el mundo laboral, han creado una variante en toda esta disyuntiva del competir y el tener: La mujer económicamente exitosa.
Para el varón inseguro, el éxito económico de su pareja es un verdadero castigo del destino. Algunos prefieren la pobreza a tener que depender de su compañera. Otros tienden a opacarla, a hundirla y/o menospreciar sus logros, esperando así compensar de alguna manera su autoestima herida. Estos hombres pueden competir económicamente con otro varón, y asimilar la derrota de manera más o menos estoica: “son gajes del oficio”, pero sentirse económicamente por debajo de una mujer, es francamente denigrante, inadmisible y vergonzoso.
“Todo lo puedes”
Los hombres pueden comenzar a desprenderse de esa estúpida autosuficiencia que les ha caracterizado por siglos. Decir “no se” o “no soy capaz”, es un acto liberador. Es un descanso para el alma y la mente. La nueva masculinidad quiere disfrutar del privilegio de pedir ayuda sin sonrojarse o reconocer los errores con honestidad. A veces sin duda alguna les gusta jugar el papel de salvadores, pero no siempre.
Tener aptitud organizadora, liderazgo y don de mando es virtud de algunos, pero no una obligación masculina contraída por nacimiento. Muchos varones son torpes, incapaces de ejercer un papel directivo y poco eficiente a la hora de tomar decisiones, pero tienen otros encantos. Ser autoeficaz es bueno y recomendable, pero no establecer márgenes resulta peligroso. El esquema de “límites insuficientes” crea al varón la incapacidad de ser incapaz y la obligación de hacerse cargo exitosamente de las cosas.
Derecho a la debilidad
El paradigma de la fortaleza masculina ha obrado en dos sentidos, ambos negativos para el varón. De una parte ha bloqueado de manera inclemente su natural debilidad humana (represión de las emociones primarias), y por la otra, ha promovido una serie de costumbres claramente exhibicionistas a favor de la supuesta reciedumbre (dependencia de la aprobación social)
El derecho a ser débil ser refiere a la capacidad de aceptar, sin remordimientos de ningún tipo, cualquier manifestación de ablandamiento, obviamente no patológica. El derecho a sentir miedo, a fracasar, a cometer errores, a no saber qué hacer, al encantador ocio y a pedir ayuda, no los aleja de la masculinidad sino que los acercan al lado humano de la misma. La nueva masculinidad no desprecia el coraje: lo reconoce pero no se obsesiona por él.
La revolución masculina no defiende al hombre híbrido que se oculta detrás de una aparente superación personal, que no es “ni chicha ni limonada”, y que corre despavorido ante la más mínima señal de peligro. Los “hijos de mami”, evitadores persistentes de cuanta dificultad se les atraviesa, no son la aspiración del nuevo orden masculino. Hay una debilidad seductora y tierna que no es raquitismo ni enfermedad, sino expresión de la pequeña mujer que llevan dentro. Y al decir “pequeña” no se refiere a lo peyorativo del término, sino a la cantidad de feminidad que debe poseer un hombre, para no dejar de ser varón.
Adaptación del libro “La Afectividad Masculina” de Walter Risso
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